La deconstrucción en la época de su traducibilidad técnica

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Portada de libro La escritura y la diferencia Fuente: https://www.amazon.com.mx/LEcriture-Différence-French-Jacques-Derrida-ebook/dp/B07X3MLWV9

 

 

Resumen

 

Este ensayo intenta problematizar la compleja relación entre lengua, filosofía y traducción. En específico, aborda la apropiación técnica o terminológica de la palabra deconstrucción como un asunto indisociable del pensamiento de Jacques Derrida y el modo en que este la inscribe en el texto filosófico. Trazando algunas lecturas de su obra, intentaremos mostrar que la deconstrucción estaría tensionada en su propio juego nominativo, afectada también por otras lenguas, otros idiomas y traducciones que determinarían su particular trance retórico. ¿Cómo traducir déconstruction? Problematizar esta tensión esencial implicaría volver a traducirla. No solo hacerla pasar de una lengua a otra, sino también por su propia “maquinación”.

 

Palabras clave: deconstrucción, traducción, lengua, máquina, técnica, Jacques Derrida.

 

 

Abstract

 

This essay tries to problematize the complex relationship between language, philosophy and translation. Specifically, it addresses the technical or terminological appropriation of the word deconstruction as an inseparable issue from Jacques Derrida’s thought and the way in which he inscribes it in the philosophical text. Tracing some readings of his work, we will try to show that deconstruction would be stressed in its own nominal game, also affected by other languages, other languages and translations that would determine its particular rhetorical trance. How to translate déconstruction? Problematizing this tension would imply translating it again. Not only to make it pass from one language to another, but also from its own “machination”.

 

Keywords: deconstruction, translation, language, machine, technique, Jacques Derrida

 

 

1

 

“Deconstrucción” (puesta entrecomillas, bajo reserva) es una palabra que goza en la actualidad de cierta propiedad filosófica que no nos gustaría contravenir. Por ejemplo, desafiar con este título la frontera disciplinar en la que, digámoslo así, esta palabra encuentra hoy su lugar más propio y su régimen de resguardo. Es cierto que se trata solo de una palabra, de un signo que, como tal, resulta ser indiferente a las convenciones que lo movilizan. También, que el pensamiento que ha llegado a reconocerse bajo este signo, insistió de manera infatigable en la imposibilidad de retener un sentido original en el corazón de un concepto o en la totalidad aparente de una obra, por tanto, de cualquier confiscación que asegure contar con una legibilidad simple y plena. Por lo demás, se trata de una apropiación relativamente reciente. No olvidemos que la recepción inicial de la “deconstrucción” por parte de la institución filosófica europea, al igual que la estadounidense (lugares donde precisamente hoy se conserva con mayor fervor parte importante de su legado), fue de hostilidad y rechazo. Y, sin embargo, es una palabra que reclama una innegable especificidad filosófica. Fue tramada, marcada en un espacio profundo de reflexión que ninguna lectura o alusión debiera pasar por alto. No solo porque pertenece al plexo de ese gran relato de la tradición occidental en la que enhebró su contundencia crítica, sino que además pertenece a una lengua filosófica, a un idioma nacional e histórico del cual extrajo no solo su forma, también la fuerza de su deseo.

 

En atención a esta reserva, la idea más bien aquí sería rodear esta problemática que apenas enunciamos: la tensión terminológica, técnica que habita en la palabra “deconstrucción” y que, en el trance de su devenir, ha llegado a situar la forma de un pensamiento, y confrontarla con la experiencia esencial para la filosofía (o para cualquier discurso que reclame legibilidad en el mundo) de la traducción. No solo por el hecho de que, para nosotros, “deconstrucción” sea un concepto ya traducido, procesado, alterado o trasladado por el español a un dominio nacional extranjero (México o América Latina, en este caso), sino también porque la palabra misma, a su vez, desde el francés en que nos llega, es la hipótesis de una traducción. ¿Cómo traducir déconstruction? Pero, esencialmente, ¿cómo traducir una traducción? ¿Cuántas lenguas están implicadas en eso que aquí llamamos “deconstrucción”?

 

Antes de abordar estas preguntas, nos gustaría proponer algunas líneas de contextualización general con el objeto de contener, acaso delimitar provisoriamente la deriva que se abre.

 

En primer lugar, bajo la sombra de eso que podemos denominar (para usar una fórmula afortunada que nos permita avanzar rápido) “capitalismo mundial integrado”[1], asistimos a un momento de aceleración de los intercambios y de la necesidad de traspasar las fronteras nacionales, no solo por medio de la apertura de otras rutas y de dinámicas de “integración”, sino también a través de nuevas formas de control y dominio. Esto ha determinado de modo crucial, entre muchas otras, una demanda masiva y planetaria por traducir. Todo discurso o género pareciera estar hoy, como nunca antes, definido por las condiciones no solo al alcance de sistemas de traducción (en todo ámbito, político, económico, cultural o académico), sino que, además, le serían consustanciales a la hora de evaluar su sobrevida, su permanencia y su circulación.

 

Y, sin embargo, bajo el trazo irrecusable de este fenómeno, se daría también, de modo paradójico, la configuración de una idealidad idiomática, de una pulsión monolingüe que frena o desacelera la fuerza de esta necesidad. El ejemplo más visible es la hegemonía que, en todo registro, posee en la actualidad el inglés, que no es una lengua entre otras para la cultura alfabetizada contemporánea; y quizás sea, como alguna vez lo fue el latín imperial, “la” lengua que domina hoy el intercambio general del mundo. Tal vez no existe un lugar más privilegiado para observar este deseo imperial monolingüe que la universidad, donde la organización tecnológica de los saberes aseguraría el acceso a una lengua franca basada en el entendimiento racional y pacífico de la comunidad. Este deseo, habría normalizado los “modos de producción” de los saberes universitarios. Se encontraría bajo este régimen también la filosofía, que desde el fin de La Segunda Guerra Mundial ha quedado asegurada como una actividad eminentemente académica[2]. Esta hegemonía del inglés, o mejor dicho, del registro universitario anglo-americano, impone ciertamente una nueva soberanía sobre el texto filosófico y, por tanto, participa de la traducción de modo determinante. Sería parte del “aparato” de desciframiento del texto filosófico o, si se prefiere, la condición de posibilidad de su funcionamiento crítico[3].

 

Ahora bien, la traducción, entendida bajo la función de una obra académica, siempre ha sido un trabajo entregado a la actividad humana. Es cierto que, en infinidad de casos, esa actividad se encuentra determinada por complejos “aparatos” que regulan y administran las prácticas de saber que allí se implican. No obstante, habría en todo ejercicio de traducción un momento espontáneo e inventivo que resulta irreductible a la formalización ideal y técnica. Digamos que en el corazón mismo del acto de traducir, en el momento en que cierto sentido es “convertido” en otra unidad lingüística, “algo” debe decidirse. No “elegirse”, si cabe distinguir entre un momento poético o de invención, de una instancia de cálculo producido en un horizonte finito de racionalidad[4]. Y esto ocurre, precisamente porque en la traducción, en el desafío que implica restituir en una lengua un sentido que de otro modo quedaría intraducible, sin posibilidad de paso, confinado a su singularidad local, existe un momento de ilegibilidad irreductible en torno al cual “hay” que decidir. Se trata de una decisión que no solo actúa sobre la lengua que recibe el sentido de otra, sino que también decide sobre la lengua original. La traducción hace pasar, permite que pase aquella unidad de sentido, pero a costa de transformar, de alterar o modificar la originalidad a la que, sin embargo, se mantiene fiel.

 

Bajo la traza de esta problemática, nos gustaría proponer la siguiente situación, llamémosla así, teórica: ¿podrá existir (si es que ya no existe[5]) una máquina de traducción? Lo que se suele llamar hoy una máquina: un artificio, un objeto tecnológico, un dispositivo capaz de remontar la experiencia histórica de las lenguas; pero también, lo que actualmente entendemos por traducción: no solo un acto destinado a trasladar o transferir el contenido original producido en un idioma a otro, sino uno capaz de “pasar” por esta decisión como una experiencia entre lenguas. ¿Es esto posible? En el caso de la filosofía (y en algunos géneros literarios), resulta muy difícil, acaso imposible, pensar en un artificio, una máquina o una inteligencia artificial que traduzca, no digamos a Parménides o Heidegger, sino solo la palabra déconstruction. Especializado en, por ejemplo, filosofía francesa del siglo XX o posestructuralismo. Un asistente artificial o “traductor” que pudiera servirnos a la hora de traducir “términos técnicos”. ¿Cómo programar esta máquina de traducción? ¿Cómo diseñar su competencia idiomática y filosófica? ¿Qué data debiera poseer, por ejemplo, para decidir entre de-construcción y des-construcción?

 

 

2

 

Esta máquina de la que hablamos, esta suerte de programa de traducción, debiera ciertamente comenzar por Jacques Derrida, el responsable principal del término. Si acaso pudiéramos ponerla en marcha, nuestro programador hipotético debería saber quién fue Derrida, o al menos, saber cómo situarlo en el archivo filosófico (francés o europeo, o continental, etc.) y, esencialmente, saber discernir su relación con la filosofía y con la lengua filosófica que habló. Saber también qué quiso decir con déconstruction, o bien saber situar en el archivo general de Derrida (que es mucho más extenso que su obra propiamente filosófica) los lugares concretos en donde comienza a imponerse y a suceder la recurrencia del vocablo. Además, contar con todas las alusiones técnicas y no, directas e indirectas que este formuló, y por supuesto, aunque nunca hay solo una lengua, en francés, en el francés de Derrida. Ardua tarea de programación. Sobre todo, si se considera que la propia déconstruction (se trate de la voz o del término, o de la operación que nombra el término) desautoriza, destituye cualquier límite soportado desde una unidad plena de sentido, por lo que nuestra máquina debiera incluir también los desplazamientos, las omisiones, los silencios, las reservas, etc., a los que el filósofo la sometió una vez la puso entre nosotros.

 

Ahora bien, si esto último no nos detiene y en un arrebato pudiéramos sintetizar el horizonte teórico de esta máquina, esta debiera saber reconocer la serie de tropos y dispositivos verbales a los que la déconstruction se encadena (différance, écriture, trace, dissémination, etc.) y que trazan un juego complejo de sustituciones y suplementos a lo largo de un movimiento interminable, más bien “indecidible” respecto a la clausura en la que estarían los conceptos fundamentales de la metafísica de Occidente. En el fondo, nombran la necesidad de una experiencia decisiva, que la filosofía habría reprimido desde sus orígenes y en torno a la que debía abrirse. Abrirse a esta experiencia, aventurarse sobre el trazo, supone comprender los actos de significación del mundo determinados por una inscripción originaria que no se deja descomponer en una plenitud objetiva o fenoménica, y que estaría contenida ya, marcada desde siempre en el propio discurso filosófico. Sería algo así como la marca de nacimiento de la filosofía que, como tal, no está dentro ni fuera del corpus en el que ciertamente está inscrita. “¿Cómo está inscrita la filosofía -se pregunta Derrida en 1980, en la Sorbonne, intentando esclarecer el meollo de su trabajo ante un tribunal filosófico- más bien que se inscribe ella a sí misma, en un espacio que ella querría, pero no puede dominar, un espacio que la abre a otro que no es siquiera su otro…?”[6]

 

De ahí que la necesidad de esta apertura no fuera el resultado de una consecuencia lógica o una conclusión de la propia filosofía, sino el acontecimiento inscrito en ella, en su propio “logocentrismo”, a través del cual aquello que está ausente de la unidad autoafectiva del yo (en la subjetividad moderna, por ejemplo), aparecería afectando el cierre de la plenitud autoconsciente. La forma de este aparecer es complejo. Para la filosofía, no sería el producto de una crítica ni el resultado de un sistema de lectura, acaso un suscitar lo extraño en el corazón mismo de las certezas. Además, lo que allí debe aparecer no es positivo, ni fenoménico, ni dialéctico. Es solo una traza, y tiene la forma de un desplazamiento al interior de la presencia, del estar presente consigo mismo en el presente, como una experiencia siempre ya diferida, o referida a una diferencia radical, irreductible, de la cual ella misma sería su déconstruction.

 

En el fondo de esta problemática que apenas delineamos (asunto que debiera complicar aún más las cosas con nuestro programador), para Derrida la déconstruction no fue una buena palabra. No lo fue en general, si se evalúa el volumen de comentarios negativos que vertió sobre ella. Es cierto que se trata de una valoración fluctuante, si se la observa de manera cronológica. Sin embargo, mantuvo siempre una clara hostilidad a la deriva que adoptó su uso. Debido precisamente a su notoriedad, al enorme éxito mundial que alcanzó en la discusión filosófica (pero también en la teoría literaria, en la estética, en las ciencias sociales y humanas, en el psicoanálisis, en la teoría feminista, en la política, etc.), que en infinidad de ocasiones se apresuró en apuntar sus reservas. Aunque no solo no fue una buena palabra. En los mismos términos en que Heidegger se refirió a su Gestell[7] (término que debiera tener su propia máquina de traducción), Derrida también calificó a la déconstruction como una palabra fea, no bonita. No solo desafortunada e infeliz, sino poco agraciada, tosca. “Me sirvo de esta palabra que no he amado jamás y cuya fortuna me ha sorprendido desagradablemente”[8], escribió cuando esta ya se había propagado a ámbitos discursivos no universitarios. Si bien la palabra no desempeña un papel sistémico o una función metodológica privilegiada en el conjunto de textos que, a fines de los sesenta, empiezan a imponerla en un registro heterogéneo de lecturas (De la gramatología, La voz y el fenómeno, La escritura y la diferencia, esencialmente)[9] la inflación que experimenta pareciera responder precisamente a cierto “descontrol técnico” que contiene y que Derrida no advirtió, sino que más bien subestimó al momento de acuñarla.

 

Repara en ello en “Carta a un amigo japonés”, tal vez la pieza más concreta y precisa que produjo como tentativa, no de definir la déconstruction, pero al menos de acotar de manera negativa los sentidos que habría que descartar al momento de traducirla. Señala lo siguiente:

 

“Cuando elegí esta palabra, o cuando se me impuso -creo que fue en De la gramatología-, no pensaba yo que se le iba a reconocer un papel tan central en el discurso que por entonces me interesaba. Entre otras cosas, yo deseaba traducir y adaptar a mi propósito los términos heideggerianos de Destruktion y de Abbau. Ambos significaban, en ese contexto, una operación relativa a la estructura o arquitectura tradicional de los conceptos fundadores de la ontología o de la metafísica occidental. Pero, en francés, el término “destrucción” implicaba de forma demasiado visible un aniquilamiento, una reducción negativa más próxima de la “demolición” nietzscheana, quizá, que de la interpretación heideggeriana o del tipo de lectura que yo proponía. Por consiguiente, lo descarté. Recuerdo haber investigado si la palabra “deconstrucción” (que me vino de modo aparentemente muy espontáneo) era efectivamente una palabra francesa. La encontré en el Littré. Su alcance gramatical, lingüístico o retórico se hallaba aquí asociado a un alcance “maquínico”. Esta asociación me pareció muy afortunada, muy adecuada a lo que yo quería, al menos, sugerir.”[10]

 

Dijimos al comienzo que un aspecto que había que considerar a la hora de traducir al español déconstruction, era el hecho de que esta palabra constituía, a su vez, la hipótesis de una traducción. Como vemos, se trataba de traducir Destruktion, Abbau, conservando su referencia estructural o arquitectónica, pero, ante todo, evitando la conversión directa, la literalidad automática: se trasladaba con ella también un aspecto negativo que no correspondía al gesto de “debilitamiento” o “adelgazamiento” de los fundamentos que habría buscado transmitir Heidegger[11] (y de algún modo, bajo otros significantes, Husserl y Freud). Decidir no usar la palabra en francés “destrucción”, o más bien rodear, espaciar, demorar esta palabra, a ver si con ello pierde su connotación negativa, sería el primer momento de la déconstruction.

 

¿Cómo incorporar este descarte en nuestra máquina? Notemos que lo que tiene que pasar del alemán al francés (de Heidegger a Derrida, vivos ambos por entonces), no es solo el concepto, cuya base latina común (destructio) asegura el tránsito técnico, sino también el gesto de sutil provocación que se habría revelado en las primeras páginas de Ser y tiempo: “implicaba de forma demasiado visible un aniquilamiento…”, escribe Derrida (a un japonés por cierto, al profesor Toshihiko Izutsu). A primera vista, lo que se impondría sería el aniquilamiento, los escombros de la devastación. Es una imagen turbia, fea. Y es justamente esta negatividad hecha visión, convertida en imagen, la que debe ser disimulada en la traducción.

 

Sobre este requisito que opera activamente, Derrida habría primero imaginado la déconstruction: se le habría impuesto, se le habría aparecido espontáneamente como dice; luego, la habría encontrado en el diccionario Littré, confinada en los ámbitos de la retórica, la gramática y el de las máquinas. Pero, considerando la radical extranjería que cultivó a lo largo de su vida, una extranjería que mantuvo con la fidelidad de quien sostiene una fe y que imprimió en su obra como trazos de una errancia perpetua, ¿cuál es esa lengua en la que aparece primero? ¿De dónde viene antes de que se precipite espontáneamente? No se trata del francés, o solamente del francés. Ni siquiera de una lengua materna como base, puesto que esta también estaría afectada por una extranjería anterior: también vino de un otro, de afuera, borrando con su marca la fuerza de su imposición. Hay más de una lengua en juego. Podríamos decir que se trata de una voz que, siendo en el fondo francesa, estaría ya manipulada por otras lenguas que la harían funcionar con cierta impropiedad. Es precisamente esta huella la que parece seguir.

 

Si bien se trataba de un vocablo extraño y en desuso, poseía no obstante una eficacia técnica que encajaba con lo que entonces “quería decir”: le permitía sintetizar de manera estratégica la formación del estructuralismo en la escena filosófica europea, al tiempo que se abría a ciertas condiciones históricas de recepción que ese pensamiento venía experimentando en torno a la filosofía alemana de la posguerra. Permitía ceder a la estructura, afectando a la estructuralidad misma. Déconstruction, por tanto, supone otro modo de actividad que lo que su definición gramatical y su significado inmediato establecían. Deconstruir significa des-estructurar o dis-locar la estructura en la que se sostienen los conceptos fundamentales que organizan un orden sistémico o una época histórica, pero también, des-fundamentar los cimientos de sentido que, en el fondo, se han erigido ocultando o reprimiendo las fuerzas no intencionales inscritas en los discursos; por tanto, haciendo vacilar estas estructuras, inquietando o solicitando la negatividad como herencia impensada de la tradición.

 

Pero además poseía un sentido “maquínico” que, en el contexto de la traducción, Derrida consideró muy afortunado. “Maquínico” es una expresión que adiciona Derrida a la sucesión de definiciones gramaticales y retórica que retiene del Littré. Parece indicar una determinación en común que las predispone, cierto mecanismo subrepticio que las conecta. Al parecer, quiere condensar con esta maquinalidad una especie de “funcionamiento” general del término; un tipo de ocurrencia repetitiva y automática que ya no depende de un sujeto o de una voluntad o un deseo que opere o actúe en él; una operatividad que no se dejaría apropiar fácilmente por una ley que le vendría impuesta desde afuera. De hecho, viene buscando desde hace mucho esta formulación. En un texto anterior, también en cierta medida retrospectivo, sostiene lo siguiente:

 

“[…] desde 1963 a 1968 aproximadamente, intente construir -especialmente en las tres obras publicadas en 1967- algo que no debía, que sobre todo no debía ser un sistema, sino una especie de dispositivo estratégico abierto, sobre su propio abismo, un conjunto no cerrado, no clausurable y no totalmente formalizable en reglas de lectura, de interpretación, de escritura.”[12]

 

Un “dispositivo estratégico abierto”, eso es lo que intenta producir. Un dispositivo maquínico abierto a su propio abismo, confrontado a su propia radicalidad. En este sentido, no se trataría ciertamente de otro tipo de máquina, sino de otra idea de máquina, una que pudiera resistirse al sistema de oposiciones que organizan el lugar de lo técnico en el mundo y, por tanto, que no pueda retenerse en lo que usualmente se entiende por máquina o por lo tecnológico. Su tecnicidad sería inseparable de un cuestionamiento profundo y general sobre la técnica misma. Precisamente por ello, la déconstruction no puede ser un método, ni una heurística. No se puede formalizar el momento maquinal de este dispositivo, puesto que no habría una instancia que registre la totalidad coherente de su funcionamiento. Habría estado ya en funcionamiento, en marcha, como se dice, mucho antes de su necesidad técnica.

 

Digamos que, en principio, es esta propiedad recursiva, este exceso de juego de la máquina verbal déconstruction lo que seduce a Derrida, lo que le permite precisamente identificar el hallazgo como un acierto afortunado. Sin embargo, es este propio “recurso maquinal” el que, al mismo tiempo, sería la causa de su infortunio. Sería parte de la maquinación del dispositivo el haber cedido a los malentendidos, a los efectos de opacidad y abuso, pero también a la simplificación, a la denominación técnica, al orden de los conceptos. Al signo le habría ocurrido un desajuste que le sería a la vez constitutivo, como si en él hubiera estado ya programado exceder el límite de su propia programática. Por lo tanto, no sería solo el resultado de una mala lectura, o que no se haya logrado apreciar la sutiliza de la traducción, que a la palabra déconstruction le haya ocurrido el infortunio del nombre. Trabajaría también aquí este exceso de máquina en la máquina, esta suerte de anarquía en la integridad misma del signo.

 

Escribe Derrida:

 

“La deconstrucción tiene lugar; es un acontecimiento que no espera la deliberación, la conciencia o la organización del sujeto, ni siquiera de la modernidad. Ello se deconstruye. El ello no es, aquí, una cosa impersonal que se contrapondría a alguna subjetividad egológica. Está en deconstrucción (Littré decía: “deconstruirse… perder su construcción”). Y en el “se” del “deconstruirse”, que no es la reflexividad de un yo o de una conciencia, reside todo el enigma.”[13]

 

A pesar de la reserva inicial, de los “servicios prestados”, de la utilidad estratégica y retórica, habría emergido en ella la fealdad del aniquilamiento, la negatividad desplazada. La Destruktion habría estado no obstante jugando su juego, mucho antes de que Derrida decidiera ponerla en movimiento. La “pérdida de construcción” habría estado incluso ya en curso al momento en que se le aparece como promesa del nombre. Pero esta reflexividad singular, que no es egológica ni impersonal, no habría podido ser programada. Estaría en otra lengua la economía de su programa y, en este sentido, siempre fuera de sí. Tal vez por ello recomienda a su amigo japonés desistir de una traducción literal, técnica.

 

“Lo mejor […] sería que se encontrase o se inventase en japonés otra palabra (la misma y otra) para decir la misma cosa (la misma y otra), para hablar de la deconstrucción y para arrastrarla hacia otra parte, para escribirla y transcribirla. Con una palabra que, asimismo, fuera más bonita.”[14]

 

 

Bibliografía

 

  1. Cassin, Barbara, Elogio de la traducción. Complicar el universal, El Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2019
  2. Guattari, Félix, Plan sobre el Planeta. Capitalismo mundial integrado y revoluciones moleculares, Ediciones Traficantes de Sueños, Madrid, 2004
  3. Agamben, Giorgio, ¿Qué es un dispositivo? Editorial Anagrama, Barcelona, 2015
  4. Wallerstein, Immanuel, Análisis de sistemas-mundo. Una introducción, Siglo XXI Editores, Madrid, 2006
  5. Derrida, Jacques, (1967) De la gramatología, Siglo XXI Editores, México, 2003
  6. ______ (1967) La voz y el fenómeno, Pre-Texto, Valencia, 1985
  7. ______ (1967) La escritura y la diferencia, Editorial Anthropos, Barcelona, 1989
  8. ______ Memorias para Paul de Man, Editorial Gedisa, Barcelona, 1998
  9. ______ Universidad sin condición, Editorial Trotta, Madrid, 2002
  10. ______ “El tiempo de una tesis. Puntuaciones”, en El tiempo de una tesis, Editorial Anthropos, Barcelona, 2017, pp. 11-22
  11. ______ “Carta a un amigo japonés”, en Psyché. Invenciones del otro, Ediciones La Cebra, 2017
  12. Heidegger, Martin Ser y tiempo, Editorial Trotta, Madrid, 2012
  13. ______ La pregunta por la técnica, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1993

 

 

Notas

 

  1. Cfr. Félix Guattari, Plan sobre el Planeta. Capitalismo mundial integrado y revoluciones moleculares, ed. cit..
  2. Cfr. Immanuel Wallerstein, Análisis de sistemas-mundo. Una introducción, ed. cit..
  3. Cfr. Jacques Derrida, Memorias para Paul de Man, ed. cit., pp. 17-32; Universidad sin condición, ed. cit.
  4. “En filosofía las cuestiones terminológicas son importantes”, al punto de constituir, como habría dicho alguna vez Gilles Deleuze, “el momento poético del pensamiento.” Giorgio Agamben, ¿Qué es un dispositivo?, ed. cit., p. 9.
  5. Hace tiempo ya que existen programas de “traducción asistida por ordenador” y de “traducción automática”. En el caso particular del trabajo de la traducción filosófica. Cfr. Barbara Cassin, Elogio de la traducción. Complicar el universal, ed. cit., pp. 90-109.
  6. Jacques Derrida, “El tiempo de una tesis. Puntuaciones”, ed. cit., pp. 11-22, p. 18ss.
  7. Cfr. Martin Heidegger, La pregunta por la técnica, ed. cit.
  8. Jacques Derrida, “El tiempo de una tesis. Puntuaciones”, ed. cit., p. 18.
  9. Jacques Derrida, (1967) De la gramatología, ed. cit.; (1967) La voz y el fenómeno, ed. cit.,; (1967) La escritura y la diferencia, ed. cit.
  10. Jacques Derrida, “Carta a un amigo japonés”, ed. cit., pp. 465-71, p. 466.
  11. Cfr. Martin Heidegger, Ser y tiempo, ed. cit., pp. 40-43, particularmente la nota que hace el traductor Jorge Eduardo Rivera, p. 456.
  12. Jacques Derrida, “El tiempo de una tesis. Puntuaciones”, ed. cit., p. 15.
  13. Jacques Derrida, “Carta a un amigo japonés”, ed. cit., p. 459. En un principio preguntamos cómo traducir al español déconstruction, si deconstrucción (cediendo en este caso a la literalidad, pero también a los protocolos académicos establecidos) o desconstrucción (con la “ese”, marcando, acaso deslizando la negatividad del prefijo). No se trata de una opción o un cálculo técnico. La “se” se impone.
  14. Jacques Derrida, “Carta a un amigo japonés”, ed. cit., p. 471.